La lluvia, el viento y las flores

Luego de varios días viviendo dentro de la burbuja de la medina de Fes, es hora de continuar mi camino. No me resulta tan fácil ya en este punto en el que la proximidad al Mediterráneo es cada vez mayor. Ahora más que nunca, montarme a la bici es un recordatorio de que estoy cada vez más cerca de llegar al final de esta etapa de mi vida en África. Necesito hacer un esfuerzo para no pensarlo y así evitar la congoja que esto me genera.

  La salida de Fes me lleva por un largo ascenso atravesando las colinas al norte de la ciudad. En el proceso descubro una más de sus tantas facetas, la de sus barrios populares. Es una realidad que dista de la sofisticación que vi días atrás entrando a esta urbe desde el sur. Aquí no hay grandes avenidas, McDonald’s, ni centros comerciales sino la congestión habitacional típica de los barrios pobres del tercer mundo. Este paisaje urbano es un collage de casas y edificaciones a medio construir donde la variación cromática de una misma fachada revela las diferentes edades de cada sección de revoque. Cuando los muros llegan a su encuentro exhiben las tripas de sus bloques de cemento, los ladrillos o la ausencia misma de pared. El recorte de la silueta urbana contra el cielo puede ser reducido a la abstracción de la línea de un electrocardiograma. Las terrazas trazan la variación esquizofrénica de su forma. Están coronadas por centenas de columnas sin terminar con los hierros de sus armaduras a la vista y millares de platos satelitales dignos de los puntitos de un cuadro de Lichtenstein. Allí arriba, son las ropas y sábanas de sus habitantes y no las banderas, las que flamean con el viento. Más allá, las sierras del Rif enmarcan este mejunje urbano, devolviéndole el color a la sordidez de la pobreza.

  Al salir de la urbe, me sumerjo inmediatamente en el paisaje ondulante de las sierras. La intensidad del verde que cubre las laderas de bosques y plantaciones es el reflejo del clima que me acompaña por estos días. Empapado y tiritando procuro entrar en calor con cada cuesta arriba, que dadas las circunstancias, me alegra decir que no son pocas. Ya no estoy en la cadena del Atlas, pero en regiones así de colinas interminables, el ascenso diario acumulado puede superar al de cualquier paso de cordillera. Para los que viajamos en bici, muchas veces eso cuenta más, en términos de esfuerzo, que la altura en sí. En el caso del Rif, las mismísimas ondulaciones de su geografía que le brindan su atractivo, son las que suman incontables metros de ascenso a cada uno de mis días.  Debo decir que no disfruto tanto de esto como de los grandes ascensos, pero hoy debo agradecer, porque tengo tormenta torrencial y viento en contra. Si no fuera por las subidas que me mantienen en calor, creo que terminaría el día con neumonía. 

  Así es como paso mi primer día en el Rif, haciendo frente durante el ascenso a una muralla invisible, que a veces parece hasta impenetrable. La lluvia de hoy es del tipo que más detesto (porque no todas las lluvias son iguales), es la lluvia ventosa cuyas gotas me pinchan como agujas en la cara. Este es el tipo de día en el que los minutos se perpetúan hasta devenir en horas de miseria. Como si fuera poco, a pesar de ya estar en una región de mayor densidad poblacional, no encuentro un maldito lugar donde parar para descansar hasta que pare la tormenta. Nunca deja de sorprenderme cómo un lugar que en esencia tiene todo para ser ameno, se puede transformar en una pesadilla cuando los elementos se alinean de modo que perjudican los intereses de uno. 

Después de batallar varias horas,  llego a la primera población que encuentro así al final del día. Estoy abatido y no puedo parar de tiritar con toda la ropa pegada al cuerpo. Al estirarme la camiseta para despegarla, siento al agua escurrirse desde el cuello hasta los tobillos. Los escalofríos me impiden quedarme quieto. Maldita sea mi suerte que no hay ni un solo lugar donde alojarse en todo el pueblo, y con la carpa rota, acampar ha dejado de ser una opción hace mucho tiempo. El único refugio posible está en el restaurante de una estación de servicio que intuyo, estará abierto toda la noche. Al menos allí tendré un baño para secarme, y comida caliente con té de menta para invocar al calor y evitar enfermarme.  

Luego de un día tan malo, cualquier nivel de confort ayuda, pero la realidad es que he pasado una noche de perros. El  restaurante me sirvió para poder comer y no pasar la noche de tormenta a la intemperie sin carpa para protegerme. No es poca cosa, pero lo cierto es que con las luces y los ruidos, no he podido pegar los ojos más de 10 minutos seguidos durante toda la puta noche. No poder acostarme o ponerme al menos medianamente horizontal siempre ha sido un problema para mí. Dormir sentado con la cabeza entre los brazos sobre una mesa no me deja descansar. A pesar de todo, decido salir a la ruta a las 6 am porque si no he dormido hasta entonces, queda claro que no comenzaré ahora. Como consuelo me llevo las energías de lo bien, y lo rico que he comido. Una vez sobre la bici, al menos el sol sale a saludarme desde el horizonte con la promesa de que hoy será un día mejor, pero la realidad es que estoy virtualmente destruido.

  Es difícil pedalear con sueño. El agotamiento físico y psicológico es una combinación que aumenta exponencialmente la dificultad de todo. El cansancio afecta a los músculos y altera todos los procesos y mecanismos internos del cuerpo. También conduce a un estado emocional híper sensible, destruyendo el sentido del humor y amplificando el impacto de todos los estímulos externos sobre los sentidos. En términos concisos, esto implica que las bocinas y el rugir de los motores de los vehículos me ensordecen hasta el tormento. Cada uno de ellos me incitan a devolver una puteada violenta. La luz del día desborda mis pupilas hasta encandilarme, y mantener los ojos abiertos es un esfuerzo en sí mismo. Con cada pisada sobre los pedales o cada maniobra brusca con el manillar, puedo sentir a los tejidos musculares lamentarse. 

Afortunadamente, en semejante condición, debo agradecer a los colores de los campos, los bosques y las flores que hoy vibran bajo el cielo celeste ayudan a mitigar el malestar general de mi estado de ánimo. Los primeros campos de olivos que encuentro en este viaje emanan el aroma que perfuma mi camino, en contraste con el humo tóxico que escupen los vehículos. El viento, por su parte, ha decidido dejar de cachetearme  y ahora verse reducido a una dulce brisa que hoy me acaricia la cara. Es casi como si buscara refrescarme para que pueda mantenerme alerta al mando de la bici. 

Las condiciones de hoy son un aliciente para contrarrestar mi debilidad pero también son el estímulo que necesito para seguir pedaleando hasta llegar a Chefchaouen. Esto involucra hacer el ascenso final al pueblo ya entrada la noche, a lo largo de una ruta de montaña y oscura. Sin embargo, cuando llego me encuentro empujando la bici en busca de alojamiento por los callejones de esta ciudad de cuento. No queda un alma deambulado a estas horas y los farolitos se mecen con la brisa iluminando el celeste característico de sus paredes. He hecho unos 250 km en dos días, llevo 38 horas sin dormir pero siento que todo ha valido la pena. Ya en mi habitación digna de un capítulo de los pitufos, me entierro debajo de las sábanas hasta caer calentito en el más profundo de los sueños.