La vuelta al Sahara

Rosso, el principal paso fronterizo entre Senegal y Mauritania, está entre los que peor reputación tiene en todo África. Entre viajeros, abundan las historias de oficiales desprovistos de todo sentido de la legalidad buscando el soborno sin pudor, las de contrabandistas, las de ladrones y las de constante acoso callejero. No quiero sonar arrogante, pero a esta altura, luego de todo el camino que llevo recorrido ya nada de esto logra intimidarme. En este sentido, Rosso no sería más que una frontera dentro de una la larga lista de nidos de corrupción que ya conozco. Sin embargo, lo que me pasa es que hoy estoy en una etapa en la que prefiero concentrar toda mi energía en la adrenalina de la aventura y evitar desperdiciarla en lidiar con una nueva camada de sanguijuelas. Por eso salgo de St.Louis con la intención de cruzar por el remoto paso de Diama aunque lo hago desconociendo, si en este cruce tan poco transitado, ya cuentan con el sistema nuevo de emisión de visado biométrico que necesito para entrar. Como suele ocurrir tantas veces, cambio una preocupación por otra, pero con el tiempo y la acumulación de situaciones estresantes he aprendido a no preocuparme tanto porque al final del día siempre hay una solución para todo.

La soledad del desvío a Diama denuncia el carácter remoto, casi olvidado, de este pueblo donde la arena y los bollos de arbustos rebotando sobre sus pinches contra el piso danzan en el aire. La aridez saheliana se extiende a lo largo de una mañana sin eventos en la que por más de 30 km no me cruzo con nadie en mi camino hasta llegar a las orillas del río Senegal. Una vez allí, en el puesto fronterizo bajo el sol del mediodía, los oficiales senegaleses me dicen que no tienen idea si del lado mauritano están emitiendo visados. En el transcurso de una conversación infructuosa, pienso para mí que cuando los ríos sirven de líneas limítrofes acentúan aún más la separación entre dos naciones porque esta gente claramente no tiene idea de lo que ocurre al otro lado del mismo en el país vecino. En momentos de incertidumbre siempre trato de contar con tiempo en caso de tener que cambiar de planes inesperadamente, por eso a pesar de que no sé si me dejarán entrar a Mauritania, decido igualmente sellar mi salida de Senegal. Al fin y al cabo lo peor que puede pasar es que tenga que volver.

Cruzo el río pedaleando ya en tierra de nadie sobre la represa que sirve de puente y que se dice que ha hecho desaparecer a varias especies animales nativas de esta región. Estoy oficialmente dentro del parque nacional Diawling, un insólito parche verde de fertilidad en medio de la aridez del desierto. En este ecosistema me veo sorprendido por docenas de aves que jamás he visto en mi vida revoloteando a mi alrededor. Inmediatamente al otro lado del río, el asfalto desaparece y mis ruedas vuelven a crujir entre el pedregullo. Una centena de metros adelante un inusual muro del color de la tierra se erige delante del puesto mauritano. Cuando veo las construcciones de adobe y sus muros desgranándose temo lo peor. Me resulta imposible asociar esta imagen a la posibilidad de que haya un sistema con tecnología capaz de emitir visados biométricos y si no fuera por la represa tengo la certeza de que aquí ni habría electricidad. Sin esperanzas ni mayores ilusiones, me bajo de la bicicleta ya imaginando que tendré que retroceder y enfrentar el cruce de Rosso. Sin embargo, el primer oficial que encuentro me confirma que puedo obtener el visado. Será que ya me había auto-condicionado para recibir un respuesta negativa con el propósito de no hacerme falsas ilusiones que mi reacción no es la de dar un salto de alegría sino la sospecha. Lo primero que se cruza por mi cabeza es pensar que no entendió mi francés o estar parado tantas horas bajo este sol impiadoso le dañó el cerebro. Miro a mi alrededor una vez más, me tomo unos segundos y con la suspicacia de un detective le vuelvo a preguntar hablando más despacio. Ahora es él, el que debe pensar que soy yo el blanco con el cerebro dañado que no tiene resistencia al sol de su tierra, y me confirma una vez más que sí, esta vez señalando a una casilla de adobe con una puerta y sin ventanas. Me da vergüenza volver a preguntarle porque a juzgar por lo que veo, este hombre piensa que le estoy preguntando donde está el baño y me está mandando a la letrina, pero desisto de hacerlo.

Camino hacia allí con total escepticismo, toco la puerta y cuando abro no puedo creer lo que veo. En un espacio de 1.5m x 1.5m, hay un oficial sentado detrás de una mesa con una computadora, una cámara digital en un trípode y una pequeña impresora portátil. No solo eso ¡tiene aire acondicionado!. Allí mismo en menos de 5 minutos emite mi visado biométrico por la obscena suma de 120 Euros, lo que supongo que es lo que cuesta comprar 10 casas en este rincón olvidado del mundo, o bien será el equivalente necesario para subvencionar este diminuto oasis acondicionado entre cuatro paredes de adobe en pleno desierto. Habiendo disfrutado en éxtasis estos últimos minutos de aire condicionado, salgo de allí sin ganas pero con mi visa lista para pasar a la casita de al lado donde efectivamente está la oficina de migraciones. Allí dentro, cinco oficiales ociosos se asan en un aire lo suficientemente caliente como para calefaccionar un edificio en pleno invierno canadiense. Ni bien cruzo la puerta todos se vuelven hacia a mí. En el brillo de sus ojos y el lustre de sus caninos, capturo de inmediato la verdadera intención detrás de esas sonrisas. Déjà-vu. Esto ya lo he vivido varias veces. Soy una foca en el medio del mar rodeada de tiburones hambrientos. Este es un momento crítico para mí. Necesito controlar mis emociones y evitar perder el control como lo perdí en el Congo meses atrás.

La inusual agilidad con la que ejecutan la burocracia me toma por sorpresa, no obstante no me quiero confiar porque este mismísimo hecho ya es algo para sospechar. Luego de llenar los papeles y responder las preguntas ahora solo falta el sello. Delante mío, el oficial sostiene en el aire mi pasaporte en una mano y el sello en la otra y cuando creo que esto finalmente va a terminar bien, en un repentino giro de eventos los apoya sobre la mesa, esboza una sonrisa y me dice: “¿Tienes algo para mí?”. Hago un esfuerzo titánico para no revolear mis ojos y mantener la postura. En ese momento, lo primero que me viene a la cabeza es la historia que mi amigo Salva Rodríguez cuenta en su maravilloso libro ‘África’, al enfrentar una situación similar y le sonrío recurriendo a la sublime respuesta de Salva: - “Mi amistad ¿quieres un abrazo?”. El oficial se ríe confundido pero insiste, ahora ya haciendo explícito el gesto del dinero al frotar su pulgar contra su dedo índice. Me armo de paciencia e intentando no perder el humor, le digo que en cualquier otra circunstancia me hubiera encantado hacer una contribución a la fuerza militar mauritanta, pero es que luego de pagar ni más ni menos que 120 euros por la visa me he quedado sin un céntimo. Para seguir con el lenguaje de gestos, doy vuelta los bolsillos de mis pantalones hacia afuera señalando sus agujeros para enfatizar mi ‘pobreza’. No está tan convencido de mi respuesta pero para mi alivio decide dejar de insistir y me sella el pasaporte.

Ni bien salgo de allí me encuentro pedaleando totalmente solo en pleno parque nacional rodeado de aves exóticas, decenas de jabalíes que se cruzan en mi camino y sobre todo verde, mucho verde vibrante a mi alrededor. Es una imagen surrealista luego de llevar meses sin ver semejante nivel de fertilidad. Le siguen 50 km de soledad absoluta en los que no escucho más que mis ruedas crujir contra la arenilla, el canto de los pájaros y el aullido esporádico de alguno que otro animal invisible a mis ojos. Siento que me he teletransportado fuera del desierto hacia una de las tantas reservas animales por las que ya he pasado. La sensación me estremece, me trae recuerdos que van desde Sudáfrica hasta el Congo y más allá. Al final del día, casi como en un abrir y cerrar de ojos todo vuelve a ser arena pero ya no como en el Sahel. En una pequeña aldea semi hundida entre las dunas llamada Keur-Macene estoy de vuelta a los pies del vasto desierto del Sahara.

La noche está por cernirse sobre el desierto dándole fin a mi primer día en Mauritania. Los susurros lejanos de algunos aldeanos que deambulan por los alrededores fragmentan el silencio sahariano. La oscuridad me impide distinguir sus siluetas mientras camino empujando la bici por la arena intentando encontrar a alguien a quién preguntar por un lugar donde acampar. Es más bien por formalidad más que por necesidad. Podría acampar donde quisiera pero preguntar es una manera indirecta de pedir permiso, a la vez de informar a la gente local de mi presencia en señal de respeto. Afortunadamente la hospitalidad no tarda en llegar. Luego de empujar por algunos metros, Mahmoud, un chico de unos 18 años, me invita a comer y a dormir al pequeño cubículo de bloques de adobe donde vive. Como es habitual, intento cubrir los costos de la comida o aportar mi propio arroz, pero no me lo permite porque yo soy el invitado.

A la mañana siguiente, al poco tiempo de despedirme de Mahmoud, la magia comienza inmediatamente al salir de Keur-Macene. El sol del amanecer pinta progresivamente las dunas de color dorado arrojando sombras profundas que definen su relieve. La brisa matutina me acaricia detrás de los oídos alcanzando un equilibrio justo, suficientemente fría para despabilarme sin darme frío, y suficientemente fuerte como para romper el silencio con la melodía de su silbido sin oponer mucha resistencia. Sin embargo, el desierto comparte las características esquizofrénicas de muchos otros ecosistemas. Cuando las condiciones son las correctas, su magia es difícil de igualar, pero dichas condiciones raramente duran mucho tiempo y de ese idilio primigenio deviene rápidamente el infierno. A medida que el sol asciende deja de dorar la tierra para comenzar a calcinarla. Del dorado que endulza los ojos, al blanco que los enceguece. Del silbido de dulces melodías al que ensordece hasta el tormento. De la arena que acaricia, a la arena que perfora como agujas. El Sahara es el cuadrilátero gigante al que te entregas en mente y cuerpo para sentir el placer y sufrir el acoso.

Al cabo de un par de horas luego de haber salido necesito envolverme en el turbante y asegurarme como prioridad absoluta no perder las gafas como me pasó en Sudán. El viento me obliga a ir muy despacio creando la demoralizadora ilusión de las distancias que se extienden indefinidamente. Con la lentitud premeditada similar a la de un crítico de arte, avanzo por la galería de este museo al aire libre que expone a cada lado del camino una exquisita colección de esqueletos de coches oxidados siendo lentamente devorados por el desierto. Tengo la impresión de que aquí, muy pero muy lejos del mundo de los seguros, coche que se descompone es coche que muere en el olvido.

A excepción del ocasional vehículo que pasa arrojando sin piedad un latigazo de arena sobre mi cara, no encuentro a nadie en el camino con quién detenerme a conversar. Cada una o dos horas encuentro un grupo de casas desperdigadas en el horizonte. Algunas se mimetizan con el color de la arena que se acumula varios centímetros sobre sus paredes perimetrales, otras están pintadas de colores tan estridentes que queman mis retinas. En todos los casos me cuesta discernir si la aldea está habitada o no. Solo con la aparición de alguna silueta envuelta en daraa y tagelmust desplazándose como un fantasma azul en este paraíso color arena confirmo la presencia de vida. El entorno inhóspito obliga a la gente a vivir puertas adentro y con las pequeñas aberturas cerradas para resguardarse de los elementos. Durante las altas horas del día, es siempre un propósito específico el que conduce a la gente a movilizarse, pero nunca el mero placer de estar al aire libre. Yo por mi parte busco refugio entre las dunas bajo la sombra protectora de las acacias, en el mismo lugar donde las cobras se protegen del calor durante el día. Sin dudas ni ellas ni yo contemplamos el peligro de un encuentro cuando es la radiación solar la que nos somete a todos por aquí.

En el encuentro con la ruta principal N2 que conduce a Nouakchott, un giro de 90º hacia el norte me pone directamente frente al viento. La transición de viento cruzado a viento en contra eleva notablemente el nivel de crudeza de la experiencia lo que me lleva a disminuir de manera drástica el ritmo a pesar de tener que triplicar el esfuerzo. Cada pisada en el pedal la pago con altas porciones de energía. Si bien pongo toda mi fuerza psicológica, mi estado de ánimo decae de manera inversamente proporcional a la intensidad del viento. Paso horas de incesantes penurias hasta que el sol está por iniciar su descenso sobre el horizonte y extiende mi sombra varios metros sobre la arena. En ese momento de humor deteriorado la aparición de otro viajero en bicicleta que viene desde el norte me toma por sorpresa. Luego de un día entero de no hablar con nadie y lucha sostenida contra el enemigo invisible, ahora tengo la excusa perfecta para detenerme.

El breve encuentro con Charlie, un inglés radicado en Andalucía que arrancó su viaje en Gibraltar, cuantifica la magnitud del desafío en el que me encuentro. Charlie llega desbordando de euforia, puedo ver a través de sus gestos a la adrenalina fluir por sus venas. Necesita clavar los frenos varios metros antes para poder detenerse en donde estoy. Yo, por el contrario, debo hacer un esfuerzo para poder esbozar una sonrisa, emitir una palabra y me basta con reducir la presión en los pedaes para que mi bicicleta quede muerta en el lugar. Con la exaltación típica de alguien drogado por las endorfinas, Charlie me dice que ha pedaleado 225 km en 8 horas y que como no está para nada cansado continuará hasta que caiga el sol. Yo por mi parte le paso el reporte descorazonador de haber pedaleado 75 km en 12 horas y apenas poder sentir las piernas. El encuentro es también un presagio del desafío que me queda por delante porque Charlie me confirma que cuanto más al norte, el viento se vuelve más y más fuerte. Para ser honesto, no me estoy enterando de nada nuevo. Esto me lo han advertido todas y cada una de las personas que conocen la región, pero es que nada de lo que a uno le dicen es real hasta que uno tiene que enfrentarlo. Por consiguiente, decido no atizar aun más a mis ardientes emociones negativas, y seguir pedaleando un rato más hasta el momento de acampar.

Poco menos de una hora más tarde, cuando el sol alcanza finalmente al horizonte, el viento sigue soplando fuerte cuando coincido afortunadamente con inusual grupo de casas desparramadas sobre la arena a los lados del camino. Una de las personas que encuentro por ahí me acompaña hasta un cuartito abandonado en el que me dice que puedo dormir. Lo recibo como una bendición porque ya no tengo fuerzas para acampar ni ganas de dormir con la carpa agitándose en el viento durante toda la noche. La casita tiene una puerta, una ventanita y aproximadamente unos 1.5 m x 2 m de lado, suficiente espacio para entrar la bicicleta, inflar mi colchón y cocinar en la pequeña repisa de piedra que tiene sobre uno de sus lados. Si existe una diferencia entre el confort de este cuartito y el de las habitaciones del Hyatt en China donde solía dormir en los viajes de trabajo, yo sinceramente no la veo. Es en este espacio rudimientario donde encuentro los placeres sencillos necesarios para ser feliz. Un refugio de los elementos, un plato de pasta sin salsa ni acompañamientos, y un cine en el que al apagar mi frontal, todo lo que queda es silencio y oscuridad. El viento ha cedido, las estrellas han poblado el cielo, y la temperatura ha bajado tanto que solo queda enterrarme en mi bolsa de dormir para entregarme al más profundo de los sueños.

Una de las particularidades de viajar en condiciones extremas, es que al final de cada día uno se va a dormir con la noción de que la aspereza del día que pasó, no se repetirá mañana. Creemos ilusamente que lo que dejamos atrás en un día duro debe haber sido la excepción y no la regla. No sé si es un truco de la mente para ignorar la crudeza de la realidad tal como es y así poder seguir generando incentivo para seguir adelante, pero es con esa misma falsa ilusión con la que amanezco a la mañana siguiente antes del amanecer luego de 11 horas de sueño sólido. Afuera, el desierto sigue silencioso, los rayos del sol recién comienzan a despuntar en el horizonte. Mientras caliento el agua para preparar mi desayuno me siento lleno de energía, maravillado con la capacidad de recuperación de mi cuerpo. A pesar del deseo profundo de disfrutar de la paz matutina y el despliegue de una profusión de colores cambiantes en el cielo, no quiero perder mucho tiempo porque cada minuto cuenta con la amenaza de la vuelta inminente del viento.

Lleno de entusiasmo, me monto a la bici abrigado para resistir el frío del amanecer y con las neuronas regocijándose en el cosquilleo de la cafeína. Sin embargo, una simple brisa que brota de la nada indica que el viento también se ha despertado y el optimismo con el que comencé a pedalear menos de una hora atrás no tarda en desvanecerse. Mi cara es la superficie donde puedo sentir a la presión in-crescendo. Lo breves períodos en los que disminuye ya no me engañan tampoco. Una vez que el viento se levanta no volverá a dormir. En poco tiempo la brisa deviene en viento constante, la línea del horizonte se desdibuja en una franja blanca turbia que difumina el pasaje entre la tierra al cielo. La magia ha durado una miserable hora, de allí en adelante vuelvo a comenzar la batalla, ahora con ráfagas frecuentes de viento y arena que perforan como alfileres cada parte expuesta de mi piel. Es hora de ponerme las gafas, la chaqueta cortaviento y envolverme en el turbante. Podría optar por pantalones largos también pero mis piernas ya están anestesiadas tras tantas de estas largas sesiones de acupuntura no solicitadas.

En el término de unos pocos minutos, el mundo se ha transformado 360º a mi alrededor, las partículas de arena enturbian la atmósfera, el cielo empalidece, los bollos de arbustos de pinches ruedan sin control. Todo el desierto se ha tornado blanco incandescente. Si aparecen construcciones a los lados del camino lo hacen borroneadas detrás de un grueso film de arena. Por la ruta voy yo, intentando pedalear llevando la cabeza lo más cerca posible del manillar para reducir al máximo la resistencia al viento. Bajo mis pies veo a la arena danzar dibujando ondas sobre el pavimento. Las ráfagas me desestabilizan, me sacan de curso, me obligan a hacer maniobras peligrosas para esquivar los cráteres y fracturas del asfalto. La visibilidad no es buena y si bien no hay mucho tráfico, los camiones que pasan no escatiman en reducir su velocidad. Los que vienen de frente producen una onda expansiva lateral que me arroja al pedregullo fuera del camino. Los que van en mi dirección me pasan dejando tras de sí un latigazo de arena seguido de un efecto de succión posterior que tiende a rotar la bicicleta como a un trompo. Así y todo, siendo consciente de que enfrento condiciones brutales me siento envalentonado. Voy despacio pero firme, no dejo de imprimirle fuerza a los pedales en esta odisea sahariana. Siento a las endorfinas fluir embriagadas por mi cuerpo. No siento dolor sino placer.

Manteniendo la determinación durante 10 horas de pedaleo casi ininterrumpido, llego rodando a las afueras de Nouakchott minutos antes de que el sol comience a desaparecer en el horizonte. Sus suburbios no marcan la salida del desierto sino más bien la transformación en el desierto urbano, porque esta ciudad parece crecer orgánicamente sobre las arenas del Sahara, sin calles definidas ni indicaciones, siguiendo las líneas de los asentamientos. A diferencia de ayer, el viento cede al atardecer. Lo más curioso es que lo noto por la alta velocidad a la que de repente me encuentro pedaleando sin haber aumentado la presión sobre los pedales. Cuando me doy cuenta me relajo, yergo mi posición, me quito las gafas, desenrosco mi turbante y al llegar a la entrada de la pensión donde me alojaré exclamo “Misión cumplida”.